Ya van varias veces que me esfuerzo en lavar los baños de mi casa, pulir la ducha, desinfectar todo perfectamente y lavar los pisos. ¡Me aseguro bien de que ese espacio quede desodorizado y bien perfumado, rechinando de limpio! Cuando creo que ya cumplí con mi misión y comienzo a darle un vistazo final para sentir esa satisfacción de la tarea cumplida, me doy cuenta de que me olvidé del detalle más evidente: lo primero que cualquiera que entra a mi baño miraría… ¡me olvide del espejo! Por más que el resto esté impecable y huela bien, las infinitas manchas y salpicaduras de dentrífico, jabón y agua en el espejo, hacen ver sucio a todo el baño. Entonces todo mi esfuerzo por ocuparme de los detalles pequeños y más repugnantes no tuvo ningún valor.

Muchas veces me encuentro igual en mi vida personal. Quiero limpiar mi “imagen” y luchar por demostrarle al mundo mi carácter piadoso, mis buenas actitudes y mi mejor cara, cuando termino lastimando a los seres más cercanos que diariamente conviven conmigo…

Mucho esfuerzo por “limpiarme” pero me olvidé del espejo. Las relaciones más evidentes y cercanas terminan siendo víctimas de mi comportamiento y de áreas que todavía no he sometido a Dios.

Cuando la culpa quiere invadirme, la Gracia infinita del Señor está a mi disposición y me da una nueva oportunidad. ¡No todo está perdido! Corro a tomar el limpia vidrios de la Palabra y lo vuelvo a intentar…